martes, 16 de noviembre de 2021

SOLEDAD

 

por Eduardo Silveyra

A L. S. P.

Yo la esperé casi una hora en esa cafetería a la bajada de la autopista. Lo primero que hice al bajar del micro, fue sacarle una foto a esa escultura de una monja pétrea, donde un hornero había construido su nido sobre la cabeza de un desamparado. Debido a una dieta, hacía 16 horas que no comía, así que tomé un café con una medialuna de grasa, porque sentía un hueco en el estómago. Revolvía en el vaso, cuando Soledad me envió un mensaje para avisarme que estaba cerca y después otro para preguntarme si quería establecer la distancia que nos separaba, para saber cuánto demoraría en llegar en tiempo real. Deseché la idea, porque me pareció innecesario ese dato, ya sabía que al salir se iba a dar cuenta del olvido de alguna cosa, como ser las lonas para tendernos en el pasto o la yerba para el mate y debería volver a buscarlas y el tiempo real se desvanecería en una nube imperceptible como tantas otras veces. Además, prestaba atención a lo que sucedía en la mesa vecina, donde un niño frenético le arrojaba con violencia migas de pan a su abuelo, el viejo se ofuscaba ante cada golpe en su cara y el nieto reía a carcajadas ante el malhumor in crescendo. Para que el ataque cesara, el abuelo lo amenazó con romperle la cabeza con el servilletero de metal. La escena tenía su viso grotesco, pero también desagradable, esto hizo que me diera vuelta e interviniera para darle término.

-Nene, tenés que respetar a tu abuelo.

El nene volvió a estallar en una carcajada más burlona que las anteriores, pero una de las señoras vecinas a la mesa beligerante, también dio su opinión.

-No solo al abuelo, sino a todos; vengo a tomar un café con mi amiga de toda la vida porque tengo cosas para contarle y me encuentro en el medio de esta reyerta familiar.

 


 

La situación se aplacó justo en el momento en que apareció Soledad, con la mochila cargada de todo lo necesario para pasar el día en Punta Lara. Traía todo, menos la yerba para el mate, quería que fuéramos a comprar en algún almacén, pero como yo tenía los sesos medio calcinados, la hice desistir de la compra e ir directo a tomar el colectivo que nos llevara a nuestro destino.

No demoramos mucho en llegar. Tuvimos suerte en encontrar un restauran con una linda terraza, donde el viento corría y nos traía aire fresco, bebíamos vino y mirábamos la fila de barcos en la lejanía del horizonte que iban o venían desde algún lugar, por nuestra mirada pasaban los bañistas que nadaban en las aguas contaminadas y los parapentes que flotaban en el aire, entre el cielo y el agua. Después nos fuimos y, por el camino, le pedimos a una pareja una cebadura para el mate y encontramos una caseta de guardavidas abandonada; la alcé a Soledad para sentarla en la baranda y después me senté a su lado para seguir mirando al río. Ella me hablaba de muchas cosas, a veces me perdía, pero igual escuchaba las modulaciones y la sonoridad de su voz, estaba cautivo de eso y del brillo de sus ojos negros y de los movimientos de su cabeza que se recortaba contra la luz del atardecer. Por momentos, me parecía encontrar en su rostro los destellos de Juliette Binoche en alguna de sus películas y eso también me enamoraba. A su lado, el tiempo dejaba de existir o existía de otra manera, porque podía quedarme infinitamente así porque sí, escuchando todo el juego de su vida. Al llegar el crepúsculo, decidimos caminar y recorrer ese lugar casi agreste para ir hasta un muelle, el extenso jardín de una propiedad privada nos impidió el paso y emprendimos el camino hacia la calle, tuvimos la suerte de salir frente al palacio en ruinas de Piria. Ese Piria tenía su historia, había fundado una ciudad balnearia –Piriapolis- y construido una réplica de su palacio en la otra orilla del río. El hombre tenía su historia, al enviudar se casó con una de sus domesticas, menor de edad, pero al presentir su propia muerte se divorció y la adoptó como hija para que pudiera heredar. Tal vez aquel palacio, ahora derruido y poblado de malezas, fuera construido para ese amor tan singular. A Soledad, no le interesó mucho la historia pero, decidida como es, encabezó la marcha hacía esa ruina enclavada como el vestigio de un tiempo muerto; para llegar tuvimos que cruzar una cañada, ella la cruzó de un salto y yo por las piedras. El palacio estaba rodeado por un cerco de tejido de alambre y no se podía entrar, pero a un costado había una fuente y, al costado de la misma, unos caballos pastaban como sonámbulos, yo me recosté contra el borde de cemento, y allí sentado le dije:

-Te llevo los mismos años que Dostoievski le llevaba a su mujer.

-¿Cuántos eran?

-No me atrevo a decirlo, pero podés googlearlo. –Le dije sonriente.

Soledad, también sonrió y quiso que nos sacáramos una selfi, pero yo detesto las selfis porque tienen algo de impostura, de gestos exacerbados y de chisme y estábamos envueltos en esa atmósfera nocturna tan agradable y no había por qué arruinarla. Después me levanté y me acerqué a un caballo con un manojo de pasto, comido de una dentellada por el animal; pensé que ese gesto crearía cierta confianza, pero no, cuando intente acariciarlo se alejó. Soledad, también lo intentó pero el caballo volvió a alejarse y se perdió en la espesura de un follaje y en la oscuridad de la noche atravesada por los relámpagos.

Ante el presagio de tormenta, decidimos volver hacia la ciudad. Cruzamos un descampado, donde una caballada pastaba debajo de unos focos de luz amarillenta, tuvimos suerte al no tener que saltar el alambrado porque la tranquera estaba sin candado y, después de caminar unos metros, llegamos a la parada del colectivo. Yo sentía cierta tristeza porque el día había finalizado y debíamos separarnos, se ve que a ella le sucedía lo mismo, porque me dijo:

-Te parece bien que tomemos una cerveza de despedida en La Plata.

-Me parece una buena idea. –Le dije con alegría por la prolongación del encuentro.

Cuando llegamos a la ciudad, caminamos unas cuadras y encontramos una cervecería artesanal a unas cuadras de la terminal de micros. Como estábamos sedientos y animados, nos tomamos dos pintas de IPA, a los dos nos encanta la Indian Pale Ale, por ese gustito a flores de cannabis que se siente en el paladar cuando se bebe. La birra estaba rica, aunque el lugar era un tanto contradictorio, tenía un confort muy diseñado, en las paredes había afiches que invitaban a unirse a la causa vegana, pero se sentía el olor a grasa de la fritura de hamburguesas; ya era casi la media noche y decidimos irnos para no tener problemas con el horario de los micros. Soledad entraba en las aplicaciones del celular y consultaba las salidas y las llegadas, los tiempos reales de quién sabe qué realidad y esas cosas para actuar con sincronicidad, decidimos pagar e irnos. De pronto surgió un problema, no teníamos dinero y nuestras tarjetas no eran con las que trabajaban en el lugar. Hubo una pequeña discusión por ese motivo, solo se podía resolver con la ida a un cajero a retirar dinero. Al idiota que atendía le pareció bien pero, para acrecentar el malestar, nos retuvo los documentos hasta que volviéramos a pagar. No habíamos caminado ni media cuadra, cuando se desató la tormenta y faltaban otras cuatro para llegar a un banco. El viento nos azotaba el cuerpo con agua y frío, pero de algún modo no nos importaba y avanzábamos impertérritos bajo la lluvia. Al fin llegamos, después de retirar el dinero teníamos que saldar la deuda. Tuvimos la suerte o la desgracia de tomar el taxi equivocado, al chofer se le había trabado la tecla de la calefacción y el calor era asfixiante, le dijimos de bajar los vidrios, pero dijo que no, para evitar manchas en el tapizado. Fue una tortura viajar con esa temperatura, perfumada con un espeso desodorante de ambiente. El tipo era un jodido, cuando llegamos a la cervecería nos cobró el viaje y nos echó del auto. La noche se volvía maldita y puteaba para adentro al mierdoso taxista y al pseudo vegano, a quien, después de tratar de humillarlo le tiré, no sin desprecio, la plata sobre el mostrador y emprendí la retirada. Un poco menos empapada, parada en el umbral, Soledad movía el dedo índice sobre el teclado del celular en busca de una solución. Yo no miraba su dedo, con el cual elegía o desechaba, miraba la dulzura que podría encontrar en aquella mano armoniosa. Todos los medios que nos podrían acercar a la terminal de ómnibus estaban colapsados; esperamos a que amainara el temporal y cruzamos la calle, pero el amaine duró lo que dura una ilusión y la lluvia se convirtió en una cortina acuosa, donde todo se desdibujaba de manera atroz. El azar o el destino nos puso ante la escalinata de un edificio público y un techo protector. Las luces zigzagueaban en la oscuridad de ese precario paraíso hallado oportunamente, los resplandores iluminaban la piel trigueña de esa Soledad, podía oler la humedad perfumada que se evaporaba de su cuerpo casi pegado al mío. Fue en uno de esos instantes que la abracé y le dije:

-¡Este amor es para siempre!

Porque de algún modo, mientras el sol brillaba sobre el río, nos dimos cuenta que ni a ella ni a mí nos importaban los casamientos, las heredades o las solterías y que, para los amantes, da lo mismo el cielo que el infierno.

martes, 14 de septiembre de 2021

Bar La Paz: una muerte anunciada

Atravesado por la crisis generada por la pandemia y otras anteriores, marcadas por las políticas de cada década, el bar La Paz cerró sus puertas y abrió diferentes miradas sobre su cierre.

por Eduardo Silveyra

LOS 70. Un 21 de agosto del año 73 y a pocos meses de cumplir los 18 llegué a Buenos Aires, atrás quedaba el grisáceo esplendor de Montevideo asolado por la dictadura militar, el viaje trepidante lo hice en el Vapor de la Carrera y, en la valija, traía una suma de dinero importante para solventar la vida azarosa de unos compañeros exiliados, entre los cuales estaba una amiga del barrio, Graciela Altesor Licandro, quien decía no gustarle Buenos Aires y esperaba ansiosa mi llegada para poder irse a Francia. Al día siguiente de mi llegada Graciela me invitó a conocer la avenida Corrientes; a la tarde, casi cayendo la noche, nos fuimos caminando desde Córdoba y Larrea, en busca de la calle que según el mito nunca dormía. Ya estábamos por cruzar Callao, cuando una marcha conmemorando el primer aniversario de la masacre de Trelew detuvo nuestro paso y nos quedamos observando el despliegue de una columna del PRT con sus banderas y los rostros algunos militantes cubiertos con pañuelos. En esos momentos recordé que, un año atrás, habíamos participado de una marcha pequeña, desde el Liceo Bauzá hacia la embajada Argentina, en el montevideano barrio de El Prado, a protestar contra la masacre perpetrada por del gobierno de Lanusse. Tuve ganas de meterme en la que mirábamos pasar, pero Graciela no estuvo de acuerdo y atravesamos la columna, porque nuestro objetivo era llegar al Obelisco. Pero, apenas cruzamos la calle, una bomba incendiaria cayó sobre unos patrulleros estacionados sobre la vereda de la disquería Zivals. Enseguida comenzó el desbande, las corridas y los gases. Nosotros también corrimos y, para evitar la represión, buscamos refugio en el bar La Paz, el nombre resultaba atractivo para eludir un momento tan convulso, pero apenas habíamos pedido un par de cafés al mozo, cuando entró la infantería y un sargento colérico ordenó tirarse a todos en el piso. Con Graciela nos miramos y, con cierta ingenuidad, le dije al sargento: Somos uruguayos. El tipo, más encabronado que nunca, me agarró de los pelos y me tiró a la vereda, mientras Graciela salía a las apuradas y me agarraba del brazo para salir a la disparada y volver hacia Córdoba y Larrea, presurosos y un tanto frustrados. Al llegar a la casa donde parábamos, contamos los momentos vividos y el dueño de casa, un tipo alejado de la militancia, nos aclaró que en ese bar paraban intelectuales, gente de izquierda y hippies. Es como el Sorocabana de Montevideo, nos previno. Tiempo después, Graciela partió hacia Francia y yo, enamorado de Buenos Aires, me quedé. Trabajaba como cadete en una fábrica de camisas por Almagro y, al salir, todas las tardes me iba caminado por Corrientes hasta llegar al bar La Paz, tomaba una ginebra, después recorría librerías y volvía a alguna de las mesas con un libro para pedir otra ginebra. Yo ignoraba que, en otras mesas más alejadas, podían estar Haroldo Conti, David Viñas o Rodolfo Walsh, discutiendo los diversos avatares políticos y literarios. En un tiempo de variadas iniciaciones, de golpe, fui haciendo amistades, porque también era una época donde la gente bebía un vino y abría los corazones. Mis amigos eran Nora Fresneda, Julio Teisera, Lala Fernández, Graciela Meloni y Manuel el Uruguayo, con los que a veces nos quedábamos hasta el cierre y luego partíamos a La Giralda, para esperar con un café eterno, la hora para ir a un recital de Spinetta en el cine Lorca, un domingo a las 11 de la mañana. El La Paz de esos años 70 era deslumbrante y su ajetreo era mayor al languidecido Sorocabana montevideano. A veces fumábamos un porro en la playa de estacionamiento de al lado y volvíamos a la conversación alucinada sobre los textos de Artaud o la magnificencia de Baudelaire, interrumpida por un loco que se subía a una de las mesas y profetizaba caos y más caos, hasta que los mozos lograban bajarlo con una escoba y una incierta paz envuelta en el humo espeso de los cigarrillos retornaba, hasta que hacia su llegada el profesor Uriarte Ribaudi, un tipo flaco, desgarbado y desprolijo, que usaba la misma camisa durante 15 días y siempre lucía la boina roja de los requeté. Los mozos lo detestaban porque se pasaba horas y horas con un café y siempre discutía con Perica, que era comunista y famosa por sus minifaldas. En esa fauna variada también circulaba el estrambótico músico Pipo Sol, que cierta vez anunció su estreno musical como telonero de León Gieco en el cine Pueyrredon, pero arruinó su debut al ir al recital con su madre y al anunciar su primer tema titulado Extremista, lacra de la sociedad. Una lluvia de objetos cayó sobre su persona y, entre aullidos reprobatorios, abandonó el escenario sin cumplir su sueño de rock star. Es posible que todo ese fulgor funambulesco comenzara a disiparse en el año 75 cuando, en un anticipo de lo que vendría después, una noche estalló una bomba en el baño de hombres y, a partir del golpe del año siguiente, los exilios y las redadas policiales lo volvieron un lugar a evitar, para no terminar durmiendo en una celda de La Quinta o La Tercera, que se disputaban la jurisdicción del La Paz. En tan evitable se convirtió el lugar, que hasta el diarero que vendía la sexta edición de Crónica anunciando la muerte de Pinochet tuvo que cambiar el verso.


 

LOS 80. A principios de esa década, el bar fue recobrando el brillo perdido y a veces uno podía encontrarse allí con Jorge “Dipy” Di Paola, quien contaba sus peripecias para filmar un documental sobre su antiguo maestro Gombrowicz, en una mesa donde, entre otros, estaban Ricardo Barreiro, quien aun no había pergeñado su obra máxima, Parque Chas, publicada en la revista Fierro y el blusero Pajarito Zaguri. A pesar de las redadas, la gente volvía desafiante aunque tuviera que comerse 24 horas detenido en la comisaría, tal como les sucedió una noche a Miguel Briante y a Osvaldo Lamborghini, que fueron subidos al patrullero ante la vista de un preocupado Jorge Dorio que, a los pocos minutos de ese acontecer, al verlo llegar a Quique Fogwill, le comentó lo sucedido y este, con el humor ácido del que hacía gala le preguntó: ¡Cómo!, ¿la policía también sabe que escriben mal? Ciertos cambios comenzaron a vivirse otra vez en La Paz durante la guerra y después de la derrota en Malvinas. Cuando la junta militar anunció el llamado a elecciones para retornar a la vida democrática, se vivió una noche inolvidable, animada por las estrofas de la marcha peronista y el grito de: ¡Se va a acabar, se acabar, la dictadura militar! Entonces, uno ya pudo comenzar los encuentros con el entrañable poeta Raúl Santana, con las hermanas Marcia y Claudia Schvartz y perderse en una divagación con la loca creatividad de Krisha Bogdan y Julio el Arquitecto y vivir una noche de amor poético con Nora, que también podía ser una nocturnidad furiosa de ginebra con Enrique Simms y Patán Ragendorfer. Fueron también los años de un recuento dolorido por las ausencias provocadas por los exilios y las desapariciones forzadas de aquellos que solo volverían a sus mesas en el recuerdo de una charla donde, entre otros, estaban Jorge Asís, el poeta peronista Alfredo Carlino, Raúl Santana y el recién llegado Germán García que, al preguntarme a qué me dedicaba, le respondí: a escribir. Respuesta que fue devuelta con otra pregunta: ¿Qué publicaste? Nada, volví a responder. Fue así que Germán se volvió más lacerante y lapidario, al decirme: Entonces, todavía no sos escritor. Esas respuestas me llevaron tiempo después a iniciar un recorrido en el psicoanálisis y a publicar mi primera novela, Esta puta m
emoria
, con el prólogo escrito por el querido y desafiante maestro y editada por Leviatán, la editorial que dirige Claudia Schvartz, otra amiga conocida en ese bar que, al llegar los años 90, se fue desvaneciendo para ser solo un hito de algo que ya no volvería a repetirse, como ver sentada en alguna de las mesas sobre los ventanales de la calle Montevideo a la poeta Leonor Hernando, escribiendo sus luminosos poemas en un cuaderno Arte o el arribo furtivo de la también poeta Susana Cerdá y al flaco Enrique Zattara junto a Liliana Hecker, con los ejemplares de El Ornitorrinco recién impreso.

TIEMPOS. Los tiempos cambian como cambia el hombre, asegura el refrán y así parece ser viendo el devenir de la misma vida. Entonces, es posible que el bar La Paz no haya cerrado ahora por la crisis provocada por la pandemia, sino antes, en los imprecisos momentos en los cuales las generaciones pierden su juventud con los sueños rotos y en la destrucción llevada a cabo en la misma calle Corrientes, donde los bares dejaron de ser parte de la gestación cultural y la discusión política; donde las librerías, que eran también puntos de encuentro e intercambio, dejaron de serlo al ser absorbidas –salvo algunas excepciones- por las grandes cadenas ligadas a la industria editorial. Tal vez haya comenzado a morir cuando la literatura abandonó a la bohemia para yacer en la liquidez de la virtualidad, donde se valida o no a una literatura impuesta muchas veces por el mercado, es decir, a la fragmentación de los gustos y tendencias para convertirlos en nichos del comercio hegemónico. Quizás, otra agonía haya comenzado cuando Laiseca lo sentó de culo de una piña a Osvaldo Lamborghini, en una tarde ochentosa y la discusión, la pelea y lo afectivo se corrieron con el tiempo hacía el campo de la denuncia, el bloqueo y la cancelación en las redes con sus impunidades impersonales. En ese sentido, la muerte de este bar y tantos otros también marca el corrimiento del discurso político, llevado a cabo por el liberalismo hacia los lugares de la emotividad reptiliana y a la ausencia de discusión de las ideas que lleva adelante la derecha. En un tiempo que nos resulta asesino, donde los vínculos se establecen con otras relaciones corporales y físicas y los lenguajes y los discursos se atomizan, el bar La Paz había perdido su sentido de enclave, dentro del corredor vidriado en el cual permanecen algunas incrustaciones del pasado. Es posible que algún mediodía o una noche cualquiera, al pasar por esa esquina, algunos miremos con dolor y con desprecio a los invasores del bar La Paz, fagocitando sushi, desligados de su propia memoria, mientras caminamos de la destrucción a la remembranza y de la remembranza al olvido.

miércoles, 23 de junio de 2021

Un humanista popular, ha muerto

HORACIO GONZALEZ

por Eduardo Silveyra

Quizás se deba revolver entre todas las palabras existentes para expresar lo que sentimos, lo que nos duele, lo que nos abandona cuando la muerte nos arrebata a alguien como Horacio González, y es posible que esas palabras no logren traducir todos los estados emocionales por donde circulan los afectos y los recuerdos, que nos hablan de ese vacío por el cual transitamos. Vivimos un tiempo de pérdidas y extrañamientos provocados por la pandemia y las restricciones que han modificado los vínculos y las relaciones humanas. La muerte está presente en cada instante, escondida, agazapada para robarnos la piel, los huesos, la mirada, y cada uno sobrelleva a su modo y como puede esta contingencia, por momentos demoledora, en la que muchas veces es necesaria la palabra y el pensamiento que nos clarifique desde el amor y la projimidad para seguir tirando del carro de la existencia, como se decía en otros tiempos. En eso estaba y estuvo Horacio González, nada tan preciso como sus reflexiones expresadas en el último reportaje publicado en Página 12 y realizado por María Daniela Yaccar, a raíz de este virus pandémico: "Es una irrupción que cambia las relaciones dadas, clásicas, históricas entre la naturaleza y la acción humana. No sería en primer lugar una cuestión científico-médica, aunque cuando lo es adquiere una importancia fundamental. Es una cuestión existencial que no sustituye las preguntas fundamentales que tímidamente aparecen en cualquier forma de vida: la cuestión de la muerte entendida como una finitud no necesariamente buscada salvo por los suicidas. Sería una finitud pero no necesariamente personal, sino más escandalosa, que abarca a todos los que llamamos tan abstractamente la humanidad. Siempre está la decisión de acabar la vida por mano propia. El virus, paradójicamente, viene a decir algo esperanzador para los suicidas: no lo hagan ustedes, algo lo puede sustituir perfectamente. De eso se encarga la filosofía apocalíptica, que tiene bastantes cultores y no me parece la más adecuada. Tampoco es adecuada la filosofía de la esperanza, hoy en manos del discurso evangélico que supone que hay una culpa eterna de la humanidad". Y también, tiene su carga de compromiso humano el cierre de esa reflexión al decirnos: “Hay que crear un nuevo humanismo político”.


RECUERDO. Cierta vez, por un hecho fortuito, me relacioné con la hija –una mujer mayor- del prolífico historiador Enrique de Gandía, un hombre adscripto a la historicidad colonizadora, que publicó una obra abrumadora. El contacto con esa señora devino en la compra de parte de la biblioteca de este hombre fallecido hacía unos cuantos años. En realidad, no me interesaban tanto sus libros que mostraban a los colonizadores como portadores de civilización cuando en sí eran la barbarie y además han dejado de leerse, sino los de otros autores fijados en, lo que podríamos llamar, las antípodas de Gandía, como Busaniche y obras de antropología que poblaban los estantes. La señora, una vecina vieja del barrio de Flores, dejaba ese caserón señorial para irse a vivir a un departamento más chico y, entre otras cosas, me señaló que a sus hijos no les interesaba leer y deseaba poner a buen resguardo unos cincuenta biblioratos, donde estaban archivados todos los artículos publicados por Gandía en los diarios La Nación, La Prensa y la revista El Hogar, una señal de tiempos también lejanos en los cuales la derecha, siguiendo la lógica sarmientina, era ilustrada. Fue entonces que le mencioné que bien podía donarlos a la Biblioteca Nacional. Le pareció una buena idea, pero desconfiaba que tal donación fuera aceptada porque la dirigía un peronista. Con la diplomacia del caso, le dije que podía hacer el contacto para que pudiera efectuarla y que no fuera prejuiciosa. Ese mismo día llamé a la Biblioteca Nacional y me puse en contacto con Horacio González, quien aceptó de buen grado la donación de esos documentos testimoniales. A los dos o tres, Enriqueta Gandía me llamó para decirme que habían pasado de la biblioteca con una camioneta para llevarse el archivo y que el mismo director la había llamado para agradecerle el gesto. Antes de cortar la llamada, dijo: La verdad es que tenía otra idea de los peronistas.


BAILE. En el año 2017 publiqué la novela El Baile de La Yegua con una tapa provocadora realizada por el poeta y pintor Emiliano Campos Medina, en la cual Cristina se besaba con una chica. Esos años de macrismo y devastación los sobrellevaba vendiendo usados y también esta obra, donde ficcionaba la muerte del querido Jorge Pistochi en una fiesta en un conventillo de La Boca a la que asistía Cristina y una chica gorila que transmutaba su odio en obsesión amorosa. Fue en esos días de marchas, movilizaciones, protestas y corridas que, en una de ellas, para protegerme de los gases y los palos, fui a cobijarme a los 36 billares, a pocos metros lo distinguí a Horacio González. Esquivando a otros que buscaron el mismo cobijo me acerqué y, después de intercambiar algunas palabras sobre la situación que vivíamos, me presenté como quien había mediado en la donación de Gandía, cosa que recordaba bien. En medio de ese intercambio, saqué de mi mochila un ejemplar de El Baile de La Yegua y se lo regalé. Al ver la tapa, me dijo: "Por esta ilustración, cincuenta años atrás te hubieran metido en cana. Esta noche lo leo".


Ya pasado el macrismo, nos volvimos a encontrar en el Congreso en un acto de la CTEP y me acerqué a saludarlo. Para mi sorpresa recordaba el libro y su consejo fue: "Tenías razón, es peronismo dionisiaco, tenés que escribir una segunda parte".


La segunda parte fue escrita, publicada y agotada, pero no es esa la razón de esta rememoración, todo apunta a otra parte, a ese punto donde hay hombres y mujeres que, contradiciendo otros axiomas, sí son imprescindibles, porque son la fuente de la cual beber para crear ideas nuevas y, como el mismo Horacio decía, crear un nuevo humanismo político. Con la voz de la poesía y la práctica de una vida que nos alivie de la orfandad en que nos dejan ciertas muertes, ocurridas en estas horas aciagas cubiertas por la desolación.

jueves, 3 de junio de 2021

Del film noir al noir nordic

 

DEL FILM NOIR AL NOIR NORDIC

 

Pequeña crónica donde se narra la senda que va del llamado Cine Negro al Noir Nordic.

por Eduardo Silveyra

INICIOS. El término Film Noir fue acuñado por el crítico italiano de origen suizo Nino Frank, para denominar a las películas policiales de bajo presupuesto, creadas en Hollywood en la década del 40 del siglo pasado, aunque algunos ubican a El Halcón Maltés, basado en la novela de Raymond Chandler -también guionista del mismo- como inaugurador del género, y que cuenta con la participación de Humphrey Bogart, Mary Aston y Peter Lorre, con la dirección de John Huston. Sin embargo, otros difieren con esta apreciación y le adjudican a M, el vampiro de Dusseldorf, rodado en 1931 por Fritz Lang, ser el inaugurador de la historia. El film tiene muchos de los ingredientes del policial negro, como la iluminación sombría para acentuar el drama de las acciones y la trama, desarrollada en un marco social, donde se muestra a una colectividad conmovida por un caso de criminalidad patológica y en la que se expone la tragedia interior de un obseso sexual. También está implícita en el argumento una visión crítica de la sociedad alemana de la época. Resulta irónico ver cómo los hampones y la policía tienen los mismos objetivos, por lo que se ha señalado un atisbo del comportamiento criminal en el estado alemán, tal como sucedió a partir de 1933. Huyendo del ascenso del nazismo, Fritz Lang continuó su carrera en Hollywood, donde dirigió clásicos del policial negro, como: Sólo se vive una vez (1937), La mujer del cuadro (1944), Perversidad (1945), Secreto tras la puerta (1947), Más allá de la duda (1955) y Mientras la ciudad duerme (1957). Una filmografía que influenció no solo a directores norteamericanos, sino también a franceses como Truffaut, que reverenciaron sus creaciones y el género.

ALEMANES. El expresionismo alemán surge como una movida cultural en el periodo de entreguerras en Europa. Trasladado al cine, las ambientaciones eran sombrías, con paisajes oscuros y climas sociales opresivos. Directores, como el ya nombrado Fritz Lang, Otto Preminger, William Willer, Robert Siodmak, pertenecieron a esa escuela, antes de migrar a los Estados Unidos, mientras otros, como Michael Curtiz, Edward Dmytrik y Edgard Ulmer, si bien eran centroeuropeos, fueron claros exponentes de la misma en sus países de origen. Sin esa influencia creadora, y en un marco social signado por la salida de la depresión de la década del 30, a causa de la caída de la bolsa de Wall Street y la intervención en la Segunda Guerra Mundial, es posible que el Film Noir no hubiera ocurrido tal como ocurrió, con personajes siempre en los límites entre el bien y el mal y puestos en la disyuntiva del acto honesto o criminal. Hombres y mujeres lanzados a un destino trágico, que por lo general termina en la muerte o en la cárcel, pero que debe ser vivido hasta sus últimas consecuencias. El auge del cine negro se da precisamente en el marco de esa contingencia bélica y, donde una vez finalizada la contienda, se instalan en la sociedad norteamericana los paradigmas del Self Made Men y el Sueño Americano, donde todo es válido para lograr un ascenso social que permita acceder a la supuesta felicidad de la clase media o a la pertenencia a los círculos de poder, ya sean políticos o económicos.

MUJERES. El rol de la mujer tiene un estereotipo muy marcado, como el de la femme fatal, capaz de arrastrar a cualquier incauto o cautivo de esa sexualidad sugerida, en gestos nunca tomados en un primer plano frontal, sino en diagonal y en una luminosidad penumbrosa, en la cual, un cigarrillo es puesto en los labios de la protagonista con toda la carga de la simbolización fálica. No necesariamente las actrices del Film Noir se destacaban por su gran belleza, tanto Bárbara Stanwyck, Ida Lupino y Lizabeth Scott –protagonistas de obras clásicas- desplegaban su poder de seducción más allá de la atracción física y el deseo corporal; gran parte de ese poder, en cierto punto, radicaba en la frialdad y templanza, necesarias para ir más allá de los límites en busca del fin trágico. En tiempos donde la industria cinematográfica observaba una inexistente presencia femenina en la dirección el Film Noir, sin embargo, rompía de algún modo esa hegemonía, con la hoy olvidada Ida Lupino, quien después de actuar en más de cincuenta películas se convirtió, de manera azarosa, en la primera mujer directora en Hollywood. En sus inicios, fueron las temáticas sociales y el abordaje de la cuestión feminista lo que primó en sus obras, una de sus mejores piezas es Outrage o Ultraje (1950), donde la trama argumental, gira en torno a la violación de la protagonista. Conocedora, como actriz, de la dirección de un film, dirigió no más de siete películas policiales, pero hay dos que se destacan como clásicos del género: Hicht Hiker o El Autostopista y The Bigamist o El Bígamo, ambas rodadas en 1953. Ese tiempo de rodaje casi fabril, dos o tres películas de un mismo director en un año, es también otra de las características del cine negro. Se trataba de producciones de bajo presupuesto y exhibidas antes que la película de mayor producción y con estrellas estelares, o en las salas de barrios populares con entradas de menor precio. Este hecho hizo que la prensa bautizara a la Ida Lupino actriz, como la Bette Davis de los pobres y a la Ida Lupino directora, como la Don Siegel de la clase trabajadora.

MÚSICA. Con presupuestos escasos en los inicios, las bandas sonoras o no están presentes o su presencia es escueta, sí hay una recurrencia a la música diegética, es decir al sonido natural que surge de aquello que escuchan los protagonistas en el mismo momento en el cual se desarrollan las acciones y generalmente proviene de radios, aparatos de televisión, tocadiscos o rockolas. Este modo de musicalización, permitió acercar al público oberturas o finales de obras de Beethoven, Mozart y Wagner y el incluir las actuaciones en vivo de músicos de jazz, trajo como resultado que muchos de los temas interpretados se convirtieran en clásicos y en standars, tal como sucedió con The Blue Gardenia, de Bob Russell y Lester Lee, interpretada por Nat King Cole en el film homónimo de Fritz Lang (1953), algo que sucedió también con el tema Laura, de David Raskin, compuesto para el film del mismo nombre, con dirección de Otto Preminger, en 1944. Cuando la popularidad y el consumo del género aumentó en la posguerra los presupuestos crecieron, esto hizo que las bandas sonoras estuvieran a cargo de grandes compositores y músicos como Duke Ellington, Chico Hamilton, Elmer Bernstein, John Lewis y Henry Mancini. Aunque nunca fueron abandonados los sonidos naturales, como el de la lluvia, el viento y el oleaje, para dramatizar una escena.

NEO NOIR. El Film Noir, como tal, tuvo su auge y un final que llegó a fines de la década del 50. Los cambios sociales producidos una vez terminada la Segunda Guerra, marcaron otros requerimientos tanto en los directores como en los espectadores, hablamos de tiempos signados por la Guerra Fría y la entronización de las utopías. Sin embargo, con el devenir del tiempo se materializó un resurgimiento, una reformulación y aggionarmiento iniciado a partir de Fargo (1986) de los hermanos Joel y Etan Cohen. En la extensa filmografía del binomio fraterno, muchas de las tramas argumentales no solo rinden un inobjetable tributo al género, como The Man Who Wasn't There o El hombre que nunca estuvo allí (2001), con el músico y actor Billy Bob Thornton y Frances Mc Dormand como protagonistas de la historia filmada en blanco y negro, sino que también van más allá de la criminalidad, al evidenciar sutilmente una crítica ligada al ascenso social, en este caso, de la clase media pueblerina de los Estados Unidos, con sus vidas grisáceas y anodinas vividas como parodias de sueños individuales e imposibles, creados por el capitalismo. Pero no todo se circunscribe a los Cohen, otra formulación se avino de la mano de las series policiales nórdicas. Una comunidad integrada por países cuya historia cinematográfica muestra una adherencia inequívoca a las puntuaciones del viejo expresionismo alemán, por lo que esa recurrencia no es para nada extraña. Las mejores series exponentes de este fenómeno -esto por supuesto será siempre subjetivo- se encuentran en la miniserie danesa DNA o The Killings, dirigida por Henrik Ruben Genz y Kasper Gaardsoe; también de Dinamarca, Forbrydelsen/The Crime, con una trama argumental que gira en torno a la detective Sarah Lund, interpretada por Sofie Grabol; Karppi/Deadwind –de una Finlandia que no es la de Kaurismaki-, dirigida y creada por Rike Jokela y protagonizada por Pihla Viitala. También de este país proviene Sorjonen/Bordertown, un drama criminal interpretado por el actor Ville Virtanen en el rol del excéntrico detective Kari Sorjonen, quien suele resolver los casos en encierros solitarios en el sótano de su casa donde, en trance, experimenta visiones resolutorias. El Noir Nordic surgió a principio de los 90, con las novelas de la escritora noruega Henning Mankell, sobre las aventuras policíacas del inspector Kurt Wallander, que se convirtieron en un fenómeno de masas. En el Noir Nordic, al igual que en el Film Noir, encontramos diálogos escuetos sin palabras innecesarias, paisajes desolados y penumbrosos, intimidades plenas de claroscuros y personajes muy ajustados, lanzados a sus destinos ineludibles y, cuando el humor aparece, al igual que en el noir, es corrosivo, irónico y sarcástico. La sexualidad tampoco escapa a esa rigidez, no está presente como un arma de seducción porque los intercambios sexuales, cuando se presentan, son vividos como una descarga emocional entre quienes los viven y no suelen ir más allá de ningún otro compromiso amoroso. En esa correspondencia, no puede soslayarse un hecho cultural arraigado por la identidad de género, pues suele suceder ver, en alguna trama, a policías de un mismo sexo entregarse a una aventura sexual con su compañero o compañera, sin que vivan un acto discriminatorio o tengan que ocultar la relación. Otra peculiaridad destacable del Noir Nordic, es la relativa a las problemáticas de integración de los migrantes, en su mayoría provenientes de países árabes, africanos y eslavos, con contingencias devenidas de la práctica de las mafias, dedicadas a la trata y el tráfico de personas y la presencia fuerte del estado para resolver los conflictos originados por esa situación. Por estas y otras razones, se debe reverenciar al aire fresco del Noir Nordic el cual, como un fantasma, recorre la pantalla de Neflix y otras plataformas virtuales, como cinefiliamalversablogspot.com.

sábado, 27 de marzo de 2021

A ver los detalles, me enseñó la literatura

 

A ver los detalles, me enseñó la literatura

por Eduardo Silveyra
 Fotografía: Lucía Merle

En una entrevista jugosa, Sibila Camps, nos cuenta de su ámbito familiar ligado a la cultura, su recorrido por el periodismo y cómo se gestaron tres de sus libros más conocidos.

 

 

En tu casa hubo un ambiente muy musical, con tu padre músico y tu madre cantante. Cómo llegas a la escritura.

Mi padre, Pompeyo Camps, era compositor fundamentalmente. Compositor, pianista; tocaba también el bandoneón. El fue maestro mayor de obras y durante un tiempo también pintó, era retratista. Tenía una gran habilidad para las tareas manuales y tenía una formación cultural muy amplia. Mi madre era cantante, había empezado como pianista pero después se dedicó al canto de cámara y después a la docencia de canto.

¿También estudiaste danza?

Estudié danza, sí. Hice algo de piano cuando era chica, después lo retomaba cada tanto, pero durante ocho años, desde mis siete hasta mis quince, hice danza clásica. Los últimos años en la escuela de danzas del Colón, hasta que me di cuenta que no tenía vocación y decidí dejar.

¿Cómo llegas a la escritura?

Siempre me gusto escribir. En mi casa había un ambiente de artistas, de amigos y amigas gente que se dedicaba a la pintura, a la escultura, a la música, a la literatura, a la poesía. Mis padres eran amigos de Javier Villafañe y habían aprendido a hacer títeres de guante con papel maché, con los métodos de Javier, incluso reproducían las obras para adultos. Los personajes eran ellos, papá se encargaba de hacerlos con papel maché y de pintar las cabezas y mamá, que trabajaba en ese entonces con su hermana mayor que tenía un atelier de sombreros y tocados de novia de alta costura, hacia los vestidos, los trajecitos y las pelucas con hilo macramé. Con mi hermana, que es cuatro años menor que yo, heredamos esos títeres, jugábamos con ellos e inventábamos obras. A los ocho años yo hice la primera obrita. Digamos que fue una adaptación de Caperucita Roja para títeres. Después seguimos haciendo obras de títeres, esa la representaron en el colegio, incluso armaron el retablo especialmente para eso, fue una participación colectiva muy linda. Obviamente siempre hubo estimulo en casa para eso. Después seguimos con mi hermana haciendo obritas e invitábamos a los chicos de la cuadra. Cobrábamos una entrada, con la cual íbamos a comprar caramelos para el intervalo. Y así me largué a escribir. También, en el secundario, tuve una muy buena profesora de castellano en tercer año, que nos daba libertad para dedicarle, una vez por semana, diez minutos a la lectura de algo que hubiéramos escrito voluntariamente. Eso no se evaluaba, no era obligatorio hacerlo y yo empecé a ponerme consignas, a hacer lo que después descubrí lo que serían los talleres estructuralistas y cuando tenía dieciséis años ya estaba escribiendo cuentos. Obviamente ya estaba leyendo mucho, libros de grandes, como decía yo, es decir: Salgari, Verne, pero también La Ilíada que me encantaba y El Quijote. Había una biblioteca muy grande, papá compraba libros, usados en general. Cobraba en SADAIC sus puchitos de derechos de autor e inmediatamente iba hasta la feria de libros de Plaza Lavalle a comprarme libros. Así que ese fue mi caldo de cultivo.

Perteneces a una generación que leía desde chicos.

No todos leían. Sí, entre mis compañeras, se leían historietas. Siempre fui un bicho raro, en general no compartía ese tipo de lecturas con otras compañeras.

¿Trabajaste en La Opinión, de Timerman?

No, ya estaba preso Timerman cuando yo entré. Yo entré en septiembre del 77, él ya estaba preso y el diario ya estaba intervenido por los militares y venía barranca abajo, porque hubo un desbande muy grande de gente que se fue por su cuenta y había también desaparecidos. Estaba Enrique Raab, desaparecido. Yo recuerdo la cara de Enrique Raab, de ir visitar a papá cuando estuvo en el diario como crítico musical, desde el principio hasta el final, desde el primer día hasta el último. Fue uno de los dos o tres que escribieron durante todo el periodo. Cuando la Opinión estaba en su primera redacción, en la calle Reconquista al 500, como yo iba a estudiar… Mi carrera fue letras, literatura y lenguas modernas, las bibliotecas de los departamentos quedaban cerca, en 25 de Mayo al 200, en el mismo edificio del rectorado, entonces iba con frecuencia a estudiar ahí y, cuando quería despejarme un poco, paraba y me iba a La Opinión a saludar a papá. Sí que recuerdo a Enrique Raab, recuerdo sus ojos claros.

¿A Miguel Ángel Bustos?

Lo conocí de nombre, pero si a los compañeros de papá, a Osvaldo Soriano y a Carlos Ulanovski que después fue compañero mío en Clarín. A Hugo Monzón, crítico de pintura; Gerardo Fernández; crítico de teatro; a Tomás Eloy Martínez, que estaba a cargo de Espectáculos y a Juan Gelman que estaba a cargo del ámbito cultural, pero cuando yo entré, de todo eso, ya no quedaba casi nada. Quedaban Hugo Monzón y Luis Gregorich, como gente notable. Había un muy buen periodista de boxeo, Hernán Lepé. Yo leía sus notas, porque a pesar de que tengo un gran rechazo hacia el boxeo, eran excelentes. La Opinión, la buena, era algo glorioso.

¿Después trabajaste en Clarín, cómo fueron los años ahí?

En La Opinión estuve hasta el cierre, en el año 81. Entré para el área bibliográfica, pero después me fueron derivando hacía espectáculos, en especial de música popular y danzas. Estuve también un tiempo muy breve en Convicción, un diario de un sector de la armada que respondía al proyecto político de Massera, pero estuve nada más que cuatro meses, mientras tanto yo ya colaboraba en Humor. En Convicción había censura interna, pero yo tenía dos objetivos: uno, mejorar el currículo de los artistas. Cuando había artistas que valían la pena, trataba de hacer una nota para engrosarles la carpeta, a veces haciendo exactamente lo contrario a lo que se hace en periodismo; para poder hacer una nota sobre Víctor Heredia, tenía que mandarla en la parte de abajo sin poner su nombre en el titular, pero arriba podía poner a Leo Maslíah, porque no lo conocía nadie. Entonces me explayaba sobre Leo Maslíah que me daba la oportunidad de hablar, o sea que hacía exactamente todo al revés. Así y todo cada tanto venía Héctor Grossi, que era el director periodístico y me decía: Mire, disculpe Sibila, pero le voy a tener que sacar esta nota. Y le contestaba: Pienso que nuestros lectores tienen que enterarse de esto, yo hago mi nota, hago mi trabajo, usted haga lo que le parezca. El otro objetivo que tenía, era que me leyeran mis colegas, para que alguien me tirara una soga. Había estado haciendo algunas colaboraciones para el suplemento cultural de Clarín, muy pocas, muy espaciadas y para la sección Opinión también que la manejaba Armando Vidal. Entonces, hubo un par de notas que a Marcos Cytrynblum, que era el director periodístico de Clarín, le gustaron mucho y me mando a llamar. Justo en ese momento se había peleado con Jorge Asís, entonces me buscó un poco como reemplazo para notas de color y me ubicaron en información general, con la idea de ver cómo me manejaba y ahí me sentí muy cómoda. Estuve en esa sección llamada Sociedad durante los 30 años de Clarín y fue el lugar que me gustó más, porque me permitió hacer de todo. Tocar temas científicos, temas de salud, cubrir desastres y emergencias, notas sobre medio ambiente, derechos humanos en el sentido de lo cotidiano. Yo misma fui ampliando y ampliando el área, con temas de salud, cubriendo desastres, sobre todo inundaciones, que es lo más común, continué con comunidades indígenas, temas ambientales, todo de manera natural. Después seguí con discapacidad y, a partir de 2008, con conciencia, empecé a trabajar fuerte en los temas de género, hasta que al final dije: a mí lo que me interesa son los derechos humanos. Ese fue mi recorrido en Clarín, durante muchos años estuve también haciendo en simultaneo notas culturales, de espectáculos, como colaboradora y alguna nota en el suplemento cultural, hasta que dejé de hacerlas porque no me las pagaban extra y dije: basta, se acabó, no regalo más nada.

¿También condujiste un programa de música floclórica?

No, no era de música folclórica, era música popular argentina y del resto de Latinoamérica, eso fue desde mayo del 84 a julio del 89. El programa se llamaba “Bombos y platillos”, duraba media hora, salvo los viernes que la duración era de una hora y yo aprovechaba para hacer una entrevista con el instrumento, de manera tal que las respuestas fueran mostradas, explicadas, etc. Yo trataba de seguir un hilo conductor a través de la música y tomaba un tema a lo largo de un programa o una serie de programas. Por ejemplo, la casa. Empezaba por la vereda, seguía con las puertas y ventanas, el patio, la cocina, el dormitorio. Eso me permitía pasar del tango a Chico Buarque, a un candombe y poder mezclar mucho. Presentaba la temática y el tema, podía empezar con La Casita de mis Viejos, seguir con Corrientes 348, realmente aprendí mucho haciendo ese programa, porque tenías que escuchar y tener tiempo para buscar y escuchar todas las canciones. Hoy en día, que está todo digitalizado, es una pavada; los CD los ponés y sabés cuánto duran, pero no sabés lo que era con los vinilos y además cargar la mochila, porque iba a grabar una vez por semana. Pero al programa lo tomaban directo o en diferido las emisoras de Radio Nacional de buena parte del país. Para mí era un gran orgullo, porque se sentían representados también ahí. Para que te des una idea, El Bolsón, Esquel, Santa Rosa, Bahía Blanca, Paraná, Rosario, Santa Fe, Puerto Iguazú, se pasaba prácticamente en todo el país. Me daba mucho laburo prepararlo y me pagaban chirolitas realmente. Fue durante el gobierno radical, después vino Julio Marbiz, asumió la conducción e hizo una radio totalmente diferente y me ofreció otra cosa que no tenía nada que ver y me fui.

Tenés una docena de libros escritos, pero hay algunos que sobresalen como el del Malevo Ferreyra y el de Marita Verón, ambos con Tucumán como escenario, ¿cómo fueron esas experiencias?

Mirá, fueron varias líneas confluyentes, porque tengo tres libros sobre Tucumán, el tercero es Tucumantes. Empecé a fijarme cuando al Malevo Ferreyra lo juzgan en diciembre del 93, eso trasciende los límites de Tucumán y estábamos pendientes, yo recuerdo estar en la redacción del diario viendo televisión. Yo estaba en ese momento en pareja con Luis Pazos, que también era compañero mío en el diario y nos preguntábamos: ¿Cómo, recién ahora lo juzgan? Porque sabíamos que había tenido causas por tortura seguida de muerte, algunas causas habían salido publicadas en el diario y ahí empecé a seguirlo de cerca. Cuando a él y a ocho subordinados los condenan a perpetua, por triple homicidio agravado por alevosía, se amotina con el apoyo de la policía –obviamente- en la alcaidía de los tribunales. Él y alguno de los suyos y lo rodean. Se acerca en ese momento su pareja, una chica muy joven que tenía la tercera parte de su edad y le entrega el uniforme, el disfraz de Malevo Ferreyra. Tenía toda una multitud vivándolo y acompañándolo. Cómo puede ser que este tipo mató y lo condenaron por asesinar a tres personas, en conjunto con otras ocho o sea que ni siquiera lo hizo solo y lo están aplaudiendo y se fuga abiertamente delante de las cámaras de televisión, con una granada en la mano y del brazo de la chica. Estuvo 85 días prófugo. Además, hay todo un mito detrás de él, se lo ve como a un justiciero, cuando en realidad es un asesino y un torturador. Yo no entiendo nada, yo quiero entender esto, me dije. Entonces, en ese momento pensamos con Luis en hacer el libro. En principio habíamos empezado juntos, pero después de eso yo avancé bastante cuando hice el primer viaje. Lo hice en febrero del 84, por mi cuenta, y ya había avanzado mucho y seguí sola el camino. Había estado antes algunas veces en Tucumán cubriendo algunas notas. Una vez, cuando estaba Bussi como gobernador electo, en ese momento él estaba de viaje y estaba su vice a cargo y me mandaron del diario para participar en una mesa redonda sobre un tema policial. La impresión que tuve las primera veces que fui a Tucumán, era la de estar en Buenos Aires post dictadura y me llamaron la atención la estatuas de una parte del parque 9 de Julio, porque había dos milicos y un cura. Dos milicos y un cura y eran muy feas, además. Esto debe haberse hecho en la dictadura, no puede ser de otra manera y siempre me intrigó. Por más que preguntaba y preguntaba, nadie me sabía decir nada. Pero esa sensación de estar en la post dictadura la tuve hasta que me fui acostumbrando y, cuando empecé a trabajar con el libro del Malevo viajé tres veces; gestioné la entrevista con él, en ese momento ya estaba preso, condenado. Estaba en la cárcel de villa Urquiza, en una especie de departamento tipo casa con un patiecito. Estaba muy cómodo, realmente. Fue un trabajo duro, muy fuerte, le hice muchas entrevistas, muchísima investigación.

¿Qué impresión te dio él?

Yo cuento al principio lo que me pasó. El abogado de él, que pretendió cobrarme, y un intermediario que trabajaba en La Gaceta, estábamos los tres en un bar del centro, le dice: Si vos querés ayudarla a la chica, ayudala, pero le voy a decir una cosa, yo no sé si usted le va a poder sostener la mirada porque a los delincuentes, cuando los miraba, se hacían encima. Yo no soy delincuente, le dije, y el tipo quedó medio desconcertado. Había leído algunas cosas sobre la mirada de él. Cuando entro a la cárcel de Villa Urquiza, voy a la parte de la dirección; ya estaba todo arreglado previamente, así que seguridad ya había dado la orden y dicen que traigan al interno y yo veo que lo traen por el pasillo y lo veo a unos metros. En ese momento, te confieso, el corazón me dio un tumbo y cuando nos sentamos yo empecé con las preguntas blandas, que es lo que tenés que hacer, preguntas sobre la infancia, la adolescencia, obviamente había leído todo lo que había encontrado sobre él y eso lo relajó muchísimo. Ahí me di cuenta que el tipo tenía una mirada como las de las aves rapaces, por ejemplo, la lechuza te mira fijo, así y de repente hace así y mira fijo a otro punto donde no hay nada. Entonces, no es una mirada intencionada, es la mirada de un tipo de tic, me di cuenta de eso y me quedé tranquila. Tuve una buena relación con él, hay preguntas que no le hice porque sabía que me iba a macanear, que iba a mentir. Ordené mucho mis entrevistas, mi primer viaje fue de investigación, buscar documentación, hablar con las personas que podían hablar en contra de él, hacer algunas entrevistas de contexto. El segundo viaje ya fue para entrevistar a personas allegadas a él, que además le pedí a él con quienes hablar y que me ayudara. Mientras tanto, entrevisté a la madre que vivía en Luis Guillón, acá en la provincia de Buenos Aires, fui con una carta de él, porque si no, no la va a atender, me dijo. Una viejita amorosa.


¿Qué opinión tenía del hijo la madre?

No decía gran cosa, en un libro de investigación periodística no sé si las opiniones valen tanto como la información. A mí me interesó mucho trabajar la historia familiar, su infancia y adolescencia. El venía de una familia de cañeros, de cañeros independientes, la madre tiraba caña para un ingenio y el padre y los hijos para otro con los cinco varones -después vino la hermana más chica- estaban pelando caña, cortándose los dedos con la escarcha de la caña que les dejaba los dedos a la miseria. Tuve que estudiar mucho la historia del azúcar en Tucumán, que me resultó fascinante además y ahí puse el primer paso para lo que después fue Tucumantes.

Tenés una ligazón muy fuerte con Tucumán, porque después viene el libro sobre Marita Verón.

Te cuento, se dio que tuve que viajar otras veces más a Tucumán, tres veces viaje por El Sheriff y a mediados del 96 ya estaba por sentarme a escribir, tenía un boceto sobre el libro, cuando surgió otro proyecto con Luis Pazos, de otro libro y dije: bueno paro cuatro o seis meses y después lo retomo, pero después ya había pasado el momento, estaba cansada y lo abandoné por trece años, pero en el ínterin viaje otras veces por trabajo, cubriendo inundaciones o de vacaciones con Luis. Y, cuando él se mató, volví para actualizar datos y ahí retomé el libro y me encontré con que era muy poco lo que había cambiado y lo que había que actualizar, cosa muy tremenda porque habían pasado trece años. El libro salió en noviembre de 2009 y me dije, con qué sigo, quería algo multidisciplinario, yo no aguanto el monotematismo, me gustan las cosas que se intercalan, por eso me gusta la cobertura de desastres y emergencias, porque hablas de producción, hablás de cultura, hablás con la gente en directo, hablas de política, de legislación, de investigación. Entonces, pensé en seguir con un tema de trata sexual, pero no voy hacer un tratado sobre la trata, tengo que tomar un caso y pensé en Marita Verón, que en ese momento estaba totalmente impune, sin ninguna posibilidad de juicio, te estoy hablando de 2010, y pensé: yo tengo que entrevistar a la Chancha Ale, que es el acusado principal. Nunca fue juzgado por eso, pero es el tipo que la mandó a secuestrar. En ese momento Ale tenía un gran poder, yo no puedo ir a meter la cabeza en la boca del león, es más, no fui a presentar El Sheriff, porque obviamente, dentro del libro, están La Chancha y El Mono.

¿Había alguna relación entre La Chancha Ale y Ferreyra?

Han mantenido sus negocios. El malevo nunca se metió con ellos, nunca le hizo nada, pocas, muy pocas veces. Pero abandoné el proyecto de Marita Verón y la trata sexual y empecé a trabajar en Tucumantes, en 2011 me voy a Tucumán y hago una gran recorrida con entrevistas por la zona oeste, sudoeste, donde había estado la represión más fuerte del Operativo Independencia. Hice muchas entrevistas, yo ya tenía el boceto del libro, tenía las historias, algunas pocas entrevistas las había hecho acá, en Buenos Aires. Volví en septiembre de 2011, en septiembre yo cumplía los 60 y dije: Bueno, ahora me jubilo y me dedico a Tucumantes y en octubre salió la fecha del juicio por Marita Verón, cambié y me dije: yo no me jubilo nada, yo esto no me lo pierdo. Porque sabía muy bien qué había detrás, conocía toda la historia porque la había investigado para El Sheriff y sabía que en el juicio, como no estaba imputado La Chancha, desde la querella iban a tratar de meterlo y de que lo investigaran y desde el otro lado iban a tratar de impedirlo. Yo conocía muy bien todo eso, después me encontré con que era la única que lo conocía de mis colegas, porque en Tucumán nadie conocía esa historia, porque obviamente La Gaceta siempre tapó todo.

¿La Gaceta pertenece al grupo Clarín?

No, es independiente. Entonces dije: cuatro o seis meses y después retomo Tucumantes, pero el juicio duró once meses, me terminé jubilando un año y medio después, pero a la segunda semana del juicio, pide declarar una de las acusadas de Tucumán, porque también había acusadas de La Rioja, y empieza a contar que ella fue prostituida por sus padres, quienes la entregan a la Chancha Ale, que en un momento la detiene el Malevo Ferreira y la picanea. Y empieza a hablar de la matanza de Los Gardelitos hecha por los Ale, todo eso yo lo conocía de memoria, pero esto no viene para mi nota, todo esto queda afuera de la nota, pero tenía un libro. Así que al final terminé escribiendo La Red, la trama oculta del caso Marita Verón, donde tomo el caso y el juicio para hablar de la problemática de la trata sexual, fundamentalmente en la Argentina, pero también sus ramificaciones. Durante ese año viví más en Tucumán que en Buenos Aires, seguí investigando y juntando información para Tucumantes, seguí en contacto con las personas a las que había entrevistado y empecé a formar y gestar amistades, algunas ya eran personas muy amigas mías, pero se fueron intensificando otras amistades, muy, muy fuertes, así que cuando llegó el momento de escribir Tucumantes ya estaba totalmente maduro. Las dos investigaciones, la de Tucumantes y la de La Red, me sirvieron una para la otra. Porque una de las cosas que descubrí en Tucumán es que la represión tuvo características que no se dieron en otra parte del país, tomaron fundamentalmente a toda la población que tuviera un activismo político, social, gremial… de la cantidad de desparecidos que hay en Tucumán, nada más que un 12,5% tenía militancia armada, los demás no. Tucumán tenía características en el gremialismo que no se dieron en otros países, en cuanto a que la FOTIA se arma a instancias de Perón y ahí hay dos visiones: una positiva hacía el peronismo o hacia Perón y otra en contra. Porque las bases eran tan fuertes, que en cada ingenio funcionaba un sindicato. Estamos hablando de los años 66, 67 y 68, que es cuando Onganía cierra once de los veintisiete ingenios, tenían su propio sindicato. Te estoy hablando de bases que por ahí eran analfabetos, pero que tenían una conciencia social muy, muy fuerte. Esas bases presionaron siempre para arriba y cuando se arma la FOTIA, de alguna manera era como bajar un poco, que no se le izquierdee demasiado el sindicalismo. Pero, concretamente a fines de los 60 y principios de los 70, había una situación pre revolucionaria en Tucumán y no estoy hablando de ese núcleo pequeño de 150 guerrilleros que formaban la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez, del ERP, que estaban además mal equipados, mal preparados, todo lo que quisieras. Al final implantaron una cultura del terror, un espacio de terror muy grande. Imaginate, una provincia pequeña, donde todo el mundo se conoce y donde las cosas se hacían abiertamente, se secuestraba, se fusilaba, se mataba a la vista de todo el mundo para sembrar terror, eso quedó y una de las cosas que vi en 2003, para que veas la cantidad de años que pasaron, cuando secuestran a Marita Verón, hubo testigos que no se animaron a hablar, nunca se animaron a hablar.

Una sociedad impregnada de terror.

Sí, impregnada de terror.

Ahí surge una figura de mítica, como la de El familiar.

El mito de el familiar, yo lo había investigado para El Sheriff, porque si transformaron en un mito o en un personaje legendario a un asesino torturador, como fue Ferreira, qué caldo de cultivo hay, qué otros mitos hay en Tucumán para que esto ocurra. Entonces, empecé a investigar la mitología que se daba en Tucumán y ahí me encuentro con El Familiar o Perro Familiar del Diablo, que fue creado, o al menos lo que pudo investigar Eduardo Rozenvaig, en la época de Clodomiro Hileret, en su ingenio, como una manera de mantener y sembrar el terror dentro de los obreros. Era un perro grande con ojos como ascuas y a veces también lanzando fuego por las fauces, que estaba en los sótanos de los ingenios y al que había que alimentar, entregándole, el patrón o el capataz, un obrero por campaña, es decir por año de trabajo, para tener una buena zafra y así desaparecían las personas, los trabajadores. Qué casualidad, que los que desaparecían eran siempre los más díscolos, los que se rebelaban contra las condiciones de trabajo, eso me llamo mucho la atención. Después empezamos a ver que en algunos casos también –me lo contaba esto Pablo Gallo que me ayudó mucho con este libro- que en el interior de la provincia se encontraba con gente que le decía que un pariente había desaparecido porque se lo había llevado El Familiar.

Muchas veces un mito nace del imaginario popular. Sin embargo, acá el mito es generado desde el poder.

Sí, pero fue asumido, fue tomado eso, fue aceptado dentro de lo que era el terror y te estoy hablando de antes de la dictadura. Lo que pasa, es que Tucumán tuvo una tradición represiva de la policía y también del ejército, desde antes de la última dictadura, desde antes del Operativo Independencia, incluso en los 50, en los 60, y eso ha sido muy fuerte. Después, lo que me encantó, cuando fui por primera vez a Famaillá en 2011, recorriendo un poco una ciudad que sería como la capital nacional de lo bizarro, en lo que se llama el Paseo de la Veneración, que está detrás del Cementerio, abierto hacía la ruta. Hay figuras de santos, todos varones, no hay ninguna mujer y está San Jorge. Siempre me interesó San Jorge, más allá que yo soy atea congénita. Nací con dos nombres paganos y no me preocupa el tema, siempre dije: podés creer en santos, pero en dragones no. Entonces, fui a ver y me encontré con que no era un dragón lo que estaba pisando el caballo blanco de San Jorge, tenía una cabeza grande medio rojiza, un color ladrillo subido, con los dientes en punta y digo: esto parece un lobo y claro, era el perro familiar. El artesano que hizo esa estatua metió ahí a El Perro Familiar, no hizo un dragón.

Un sincretismo reivindicativo.

Lo que me llamó la atención, no con esto solamente, y se lo he comentado mucho a amigos y amigas de Tucumán, incluso amigos fotógrafos, que siempre ponen el ojo en otro tipo de detalle, pero ninguno se había dado cuenta. Muchas cosas que yo observé en Tucumán, que me llamaban la atención, ninguno las había advertido. Han vivido y siguen viviendo; los que han leído Tucumantes, ya tienen otra visón. Empezaron a resignificar su propio contexto y su propia historia familiar. Pero esas cosas que a mí llamaban la atención, como las estatuas del parque, que finalmente pude descifrar la historia, a nadie le llamaba la atención.

¿Cómo ves el periodismo actual y qué consejo le darías a un joven periodista?

Lo que llega abiertamente lo veo mal, lo veo muy mal, porque creo que hay más operaciones mediáticas, más operadores mediáticos que periodistas o hay show de noticias. La televisión me parece lamentable. Es muy poca la información que encuentro, cuando busco información la busco por internet y tengo que rastrear mucho. Siendo yo una profesional en esto, digo: cómo no preguntaron esto, cómo no preguntaron lo otro, cómo no se les ocurrió averiguar tal cosa. Para que te des una idea, la vacuna que vino de la India, Europa la descartó para mayores de 60 años porque no la consideraban segura y acá se aceptó; después vi que, unos días después que Europa la rechazara, la OMS la aceptó, pero esa pregunta nadie la hizo, nadie preguntó ese dato. Son cuestiones simples de información. Después está el daño que hizo la televisión y el propio grupo Clarín, eso yo lo vi desde adentro, cómo se iba formando y no me lo contó nadie. Mis últimos años en Clarín fueron bastante difíciles, desde una sección donde se podían hacer cosas, donde hacía piruetas en una baldosa, esa es una cosa que no te había dicho antes, porque sociedad es una sección no tan vinculada con los temas políticos, con política dura, me planteaba la exigencia de notas muy tontas, muy estúpidas, intrascendentes, y discutía mucho para bajar notas y no hacerlas porque me parecía que era un disparate, que no tenía sentido o a veces era información que no estaba suficientemente chequeada o que no tenía relevancia, es decir: que si te encontrás con una información que dice: encontraron el remedio para tal cáncer y empezás a averiguar y fue probada en 24 personas nada más, y uno ya sabe cómo operan los laboratorios que le pagan a muchos periodistas. Entonces, no podés dar esta información porque ilusionas a un motón de gente, sin tener una garantía de que esto va a funcionar. Está lleno de opinadores, de un lado y del otro. No se busca información, opinan sin saber, dedican su tiempo a opinar y operar. Y, lo peor de todo, es que esto repercute en cómo se vota y a quiénes se vota. ¿Para qué sirve el periodismo? Para brindar información. Si vos conocés nada más que dos opciones, no podés elegir mucho, pero si conocés cinco, podés hacer una elección mejor, o podés decir primero esto y después esto otro. Para eso es importante la información y en situaciones de desastre, como la pandemia, es fundamental la información. Porque además provocan mucha incertidumbre y la información te calma y te dice, por esto no te preocupés, por esto no te preocupés pero ocupate, para eso sirve, fundamentalmente en momentos como este. Entonces, yo qué recomendación daría… a veces me pongo escéptica, que se formen, que estudien, que hablen con las personas, que vayan personalmente, que no endiosen a nadie, que no tengan ídolos y que duden de todo, que lean mucho, pero que lean literatura, que lean ensayos, no libros de comunicación solamente, para escribir mejor, lo que más me ayudó fue la literatura. A ver los detalles, me enseñó la literatura.